miércoles, mayo 03, 2006

Vida de una niña, Phoebe Gloeckner

Traducción de Lola Pérez Pablos. Ediciones La Cúpula. Barcelona, 2005, 146 págs, 8,95 €

Carol París

Textualizar la existencia es otra manera de rematerializarla; la vida también puede convertirse en un artefacto narrativo, susceptible a las leyes, si es que las hay, de la ficción. Éste es el caso de Vida de una niña (A child’s life) publicada por La Cúpula dentro de su colección Novela Gráfica. Prologado por Robert Crumb y bajo un título supuestamente inocente e ingenuo, este cómic de Phoebe Gloeckner constituye toda una crónica autobiográfica en blanco y negro; un diario de su recorrido vital estructurado en tres etapas —niñez, adolescencia y edad adulta— que presentan una visión fragmentada, a la vez que perturbadora, de la realidad. El acercamiento para enfocar la propia vida viene dado por el alejamiento al «desdoblarse» en su alter ego Minnie Goetze, quien vertebra la historia, si bien irán intercalándose a lo largo de la obra varias secuencias protagonizadas por otras figuras ya que, como todo individuo, ella no es sólo la suma de sus propias vivencias, sino que es producto de la unión de sujetos diferentes en diferentes tiempos y espacios. La infancia que emigra a sus viñetas no es un territorio mítico y ni mucho menos está desligado de los problemas de la edad adulta.
Como denominaría Teresa de Lauretis en su libro homónimo, Alicia ya no; las muñecas con las que juega Minnie, como objetos a la medida de la niñez, capaces de sintetizar cuerpo y cultura, se abandonan rápidamente para dejar paso a las experiencias en un colegio cuáquero alternadas con escenas en compañía de adultos; seres carentes de afectividad, pervertidos y pervertidores, como muestra la historieta Cosas que hacer con niñas pequeñas que retrata su tormentosa iniciación en la sexualidad con el novio escocés de su madre. En un intento de encontrar un lugar en el mundo, de ordenar el sentido del yo dentro de un universo determinado, Minnie, como nueva muñeca, no crecerá precisamente para convertirse en reina; en El tercer amor de Minnie o Pesadilla en la calle Polk, enmarcada en el San francisco de 1976, describe una adolescencia donde continúa la confusión respecto al sexo, sumada ahora al contacto con las drogas y al absentismo escolar, con unas amigas que tampoco serían las novias de América. Y todo ello contado, por suerte, sin ningún tipo de moraleja ni didacticismo.
Performando experiencias personales, Gloeckner reformula una existencia periférica femenina, un interworld, un estar siempre fuera de lugar —como niña, como mujer— a partir de una dimensión ficcional, discursiva, y quizá por ello más exacta que la vida; situarse en este otro lado permite a la autora cambiar la mirada normativa y entrar en un juego de resistencias y descreencias sobre las nociones de identidad y alteridad mediatizadas por unos dibujos que van más allá, mucho más allá, del espejo; alejándose de la mimesis, Gloeckner aprovecha la deformación como forma, como filtro creador y configurador de sus propias obsesiones, inseguridades y angustias, mostrando una fisicidad inquietante que nos deshabitúa como lectores a una mirada cómoda e inmediata. Fuera del erotismo convencional, en una reducción icónica de la corporeidad, el cuerpo se erige como mercancía, como aquel lugar donde se inscriben los discursos de poder y las relaciones de dominio se intensifican. A todo ello cabe añadir que el libro se cierra con un sorprendente apartado titulado Pinturas, dibujos y grabados; una recopilación de diseños anatómico-artísticos de sus años como ilustradora médica. En definitiva, a partir de una visión contracultural que entronca con toda la generación del cómic underground norteamericano, Phoebe Gloeckner, con Vida de una niña, reconstruye todo un tejido, esto es, un texto, psíquico y corporal, que pone en evidencia, de forma crítica y emotiva, los roles sociales y sus jerarquías internas a la vez que nos permite repensar el género autobiográfico al situarnos en ese espacio fronterizo en el que se entrecruzan corpus y cuerpo, obra y vida.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Quién es el autor de esta reseña? Gracias.

Anónimo dijo...

el más rápido del Oeste, anónimo. Ni tiempo me habías dado.

Anónimo dijo...

Puesss...
Al inicio de la reseña, lo pone: Carol París.

Anónimo dijo...

Bien por Carol por elegir este libro que ya lleva unas semanitas en mis estanterias. Para mí muestra el desencanto de una generación donde no hay creencias y el ser humano vuelve a ser un animal perdido por las pasiones: sexo por sexo, drogas para escapar de una realidad sin própósito de cambio, etc.
Lo mejor: La fuerza de expresión en esos dibujos; dramáticos y violentos.
Lo peor: Me sabe a poco, hay saltos de tiempo, se agradecería mas material.
En cuanto a la crítica; muy acertada.
Y también agradecer que tengan cabida en este blog otros géneros... y no se tachen como pseudoliteratura.

Anónimo dijo...

Porrrrr lo tanto deduces que esta mañana(a las 8:33) no lo ponía.

Anónimo dijo...

Es que un cómic sí es pseudoliteratura.

Porque no es literatura. Es un cómic, que no es un género, sino un arte completamente distinto.

Eso sí, corresponde al lema de la página, porque la mayoría de los cómics son libros.

Anónimo dijo...

Aunque la tarea del crítico literario haya degenerado en los últimos tiempos a la lamentable labor de los departamentos comerciales de las editoriales, y a pesar de que la mayor parte de ellos siguen afectados de un elitismo academicista en pleno proceso de descomposición, es reconfortante encontrar planteamientos valientes de vez en cuando, como en el caso de esta reseña.

Cuando se califica de pseudoliteratura un cómic, es decir, de falsa literatura, ¿no se cae en el presuntuoso y autocomplaciente onanismo de los rigoristas que disfrutan clasificando y compartimentando hasta lo inútil la realidad?

A modo de ejemplo, me pregunto si el libro del Beato de Liébana es o no es literatura, dado el grado de perfeccionamiento de las miniaturas medievales que lo ilustran.

Tantos siglos de disquisición y teoría de la literatura, no han servido para zanjar el eterno debate sobre lo que es y lo que no es literatura, pero han conseguido esterilizar cualquier conclusión razonable.

Al fin y al cabo, la literatura, tal como la entienden los literatos, no es más que el patético ideal de una minoría que parasita en los márgenes de la sociedad y cuyo único interés es la supervivencia.

Mientras los intelectuales discuten, unos encerrados entre los muros de sus desoladas bibliotecas, los otros aferrados a sus mortecinos auditorios de café y bohemia, el mundo gira ajeno a lo que es o no es literatura.

Yo, personalmente, sigo preferiendo por poeta a Serrat que a Octavio Paz, por dramaturgo a Woody Allen que a Ibsen y por literato a Allan Moore que a Javier Marías. Con todos los respetos, a estas alturas poco o nada me importa ya lo que opinen o lapiden los pseudoeruditos respecto a lo que es pseudoliteratura.