viernes, enero 18, 2008

Fragmentos de una época. Una carta, Ilana Shmueli

Trad. Robert Caner Liese. Arcadia, Barcelona, 2007. 112 pp. 16 €

Ana Gorría

Podría ser un tratado de historia. O las memorias de una superviviente de la segunda guerra mundial. Tal vez, un pequeño ensayo biográfico sobre Celan. O una reflexión sobre geopolítica en la estela de La idea de Europa de George Steiner. Pero es una carta que surge, tal y como nos señala la propia autora en la introducción a este libro, de la intención de Ilana de brindarnos su experiencia de tú a tú: «Querido Rob, me solicita usted que escriba un breve ensayo sobre mi lugar de origen y sobre mi época. Su invitación me ayudará a recordar algunos episodios de mi vida y me servirá también como impulso para reflexionar nuevamente sobre ellos. Contar lo que me pide dirigiéndome directamente a usted me parece que es el modo más natural y adecuado de expresar lo que tengo que decir. Le ruego, pues, que acepte mi propuesta de presentarle mi escrito en forma de carta. Precisamente en este contexto necesito imaginar que hablo con una persona concreta y que es también una persona concreta la que va a escuchar mis palabras con atención».
Tomándonos a todos como interlocutores de su discurso, Ilana nos propone un paseo por su biografía desde el corazón de la vieja Europa. Desde una primera persona que evoluciona con el paso del tiempo, el ejercicio de su memoria va presentándonos el decurso de la historia, la irrupción de la(s) tragedia(s) en la vida cotidiana: «Mi bachillerato fue algo desordenado e insuficiente y fue interrumpido cuando tenía dieciséis años».
La autora reconoce que el propio lenguaje no está a la altura de los hechos que quiere relatar. Superada la posibilidad de la expresión ante la magnitud de la propia historia, la autora desea: «inventar una lengua»: «una voz muy personal capaz de reproducir la entera totalidad de variedades y contrastes, exigencias y contradicciones, rupturas y quiebras que componen mi historia». Como en Metafísica de los tubos, de Amélie Nothomb, la convivencia de diversas lenguas propias constituye una de las esencias de la búsqueda de la identidad: el alemán de los padres, el rumano de la escuela, el francés de la niñera, el yiddish del barrio judío y el hebreo de Israel se encuentran todos como base de las posibilidades expresivas de la autora y al mismo tiempo de propia limitación: «En más de una ocasión, el tan alabado poliglotismo me ha dejado sin palabras, me ha llevado simplemente a enmudecer. La ausencia de una identidad lingüística se ha convertido entonces en un estricto problema de identidad y me ha hecho preguntarme: ¿en qué lengua amo, blasfemo, rezo, sueño o me lamento? A menudo me siento desamparada e incómoda a causa de la falta de palabras».
Para introducirnos en su memoria y en su reflexión, la autora esquiva la linealidad: el presente se concilia con el pasado de forma que, a su lado, contemplamos su vida como si pasáramos con ella las páginas de un viejo álbum de fotos. De hecho, podemos encontrar imbricados en el hilo de la narración imágenes directamente asociadas a su experiencia como la casa natal, una foto de su hermana o la fotografía de la autora y su madre, de compras.
Un libro en el que en lo íntimo se incluye, inevitablemente, la historia que ha forjado la vida de su narradora; el primer capítulo está dedicado a su regreso a Czernowitz y la visita a la tumba de sus familiares: abuelos, hermana. De repente, surge la adolescencia con su telón de fondo de crisis, guerras y convulsiones políticas: desde la primera guerra mundial hasta la ocupación germano-rumana; la tragedia cotidiana con el suicidio de su mejor amiga y de su hermana.
Es en la época del gran exterminio nazi cuando la autora conoce a Celan y con el que forja una férrea amistad que se dilataría a través de contactos y epístolas hasta meses antes de su suicidio en una serie de tertulias literarias: «Con Paul Antschel leía poesía francesa: Villon, Rimbaud, Baudelaire, Verlaine y otros. También sus propios poemas eran objeto de discusión entre nosotros. (...) Paul y yo planeábamos en secreto un encuentro».
Con veinte años, y tras la ocupación de las tropas soviéticas de lo que hoy es Ucrania, Ilana y su familia se exilian a Palestina. Buena parte del relato viene dedicado a la asimilación de la autora al nuevo medio en el que se ve obligada a residir, desplazada e inadaptada. Desde el exilio, la autora sigue relacionándose con el autor de Amapola y memoria quien en palabras de Ilana: «cada palabra a la que Celan se entregaba tenía carácter de realidad. Cada verso que escribía era un trozo de vida». Su matrimonio y su formación como pedagoga musical concluyen el libro, para terminar con las siguientes palabras: «le agradezco su lectura y su atento escuchar».

1 comentario:

Mariano Nicolás Miranda dijo...

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