viernes, enero 25, 2008

El cuaderno rojo, Benjamin Constant

Trad. Manuel Arranz. Periférica, Cáceres, 2007. 136 pp. 13,50 €

Ana Gorría

De la posibilidad de deslindar lo actual de lo contemporáneo nos hablaba Marina Tsvietaieva en el magnífico ensayo que sobre la creación representa El poeta y el tiempo. Lo actual como la influencia de los peores sobre los peores, lo contemporáneo como la influencia de los mejores sobre los mejores. Ante este silogismo, puesto al servicio de la comprensión de la poética de Hölderlin, podríamos pensar que la historia de las influencias —angustias incluidas— es una historia que con mucho rebasa los márgenes de los manuales de literatura, de historia de las ideas y que se ciñe exclusivamente al disfrute de la experiencia de la lectura de un autor en concreto que viene a converger con nosotros en ese mundo único que supone el acto de leer.
El libro de Benjamin Constant es un libro inequívocamente contemporáneo. Un mejor que debería influirnos a todos y que Todorov, Perec y Calvino celebraron con entusiasmo. Su tono, la temperatura moral que lo anima tiene mucho que ver con el espíritu de road-movie que puebla nuestras pantallas. Sólo que es una road-movie a caballo y por el corazón de una Europa que empezaba, por primera vez, a sacudirse los harapos del absolutismo.
El Cuaderno rojo, tal y como nos advierte su traductor Manuel Arranz en el prólogo, no debería llamarse así: «Constant, sin embargo, había puesto un título clásico a su manuscrito: Ma vie. Pero puesto que ni lo publicó en vida, pues al parecer pensaba continuarlo o utilizarlo para otros fines (y en cualquier caso lo abandonó, reclamado tal vez por sus obras políticas o, sencillamente, cansado de él), la baronesa Charlotte de Constant, a quien fue a parar finalmente el manuscrito, y a la que debemos la primera edición del mismo en fecha tan tardía como 1907, prefirió el título, sin duda más enigmático y atractivo, de El cuaderno rojo
El motivo del libro son los veinte primeros años de la vida de Benjamin Constant. Su principal atractivo un sobresaliente sentido del humor que va parejo a una personalidad artística incuestionable. Desde sus primeros preceptores hasta el duelo que no llega a suceder de la parada del viaje a Brunswick con el propósito de ingresar en la corte del Duque de esta región, el autor —y no olvidemos que el final de su vida le acaeció en el momento en que desarrollaba la labor de presidente del Consejo de Estado— nos da cuenta de la sucesión de hechos disparatados que le acontecen y de su formación, tanto sentimental como intelectual: la sucesión de distintos preceptores, cada cual más cuestionable —intelectual y moralmente—, la diversidad de escenarios, los flirteos –correspondidos y no correspondidos-, algún que otro —frustrado y ridículo, por aparatoso— intento de suicidio y las numerosas deudas de juego que le obligaban a hacer uso de su linaje con el fin de poder saldarlas.
Tal vez, el tema capital de este libro sea la libertad, motivo que preocupó al autor y que - inmerso en los procesos revolucionarios y crítico con ellos después —fue uno de los temas fundamentales de su gran labor politológica y constitucionalista cuya actividad se ha equiparado a la magna obra de Sieyes con documentos como la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos. La libertad de movimiento, de escenarios— y recordemos que la contraportada del libro llama la atención sobre los viajes que el autor realizó por buena parte del mundo “civilizado” para la mente de un hombre de mediados del siglo XVIII.
Y tanto la libertad como la despreocupación son la única forma que tiene este personaje que inunda con su vitalidad todas las páginas del libro de huir de la soledad y del aburrimiento, un aburrimiento que hace de Constant casi –mutatis mutandis- un héroe posmoderno: «No me preocupaba para nada el dinero, pues de mis quince luises empleé dos, rápidamente, en comprar dos perros y un mono. Me llevé a mi alojamiento estas hermosas compras. Pero me peleé enseguida con el mono» o «Mientras tanto, continuaba viviendo en Londres, cenando frugalmente, yendo de cuando en cuando a algún espectáculo, e incluso a alguna casa de citas, gastando de ese modo el dinero de mi viaje, no haciendo nada, aburriéndome algunas veces, otras preocupándome por mi padre y haciéndome graves reproches, pero a pesar de todo ello con un indecible sentimiento de bienestar por mi completa libertad.» Una libertad fundada en la ausencia de programa: «En general, lo que más me ha ayudado en mi vida a tomar decisiones absurdas, supuestamente dictadas por un temperamento decidido, era precisamente la ausencia completa de esa capacidad de decisión y el presentimiento que siempre he tenido de que hiciese lo que hiciese nunca era irrevocable.»
El personaje, el protagonista, es un adolescente, una persona en formación. Las memorias de juventud —y no olvidemos que Tolstoi escribe las suyas con diecisiete años— aunque miradas desde la distancia que da la madurez dan buena cuenta de ese mundo inconexo, absurdo que resulta ser el mundo de los adultos, el de un en declive sentimiento del honor, el de las convenciones, el de las obligaciones y el de los acicates de la responsabilidad.
Uno de los párrafos más maravillosos de este mundo que empieza a descubrir el adolescente que se pasea por salones y flirtea casi como un ejercicio estético es aquel en el que, requerido por la madre de su pretendida, ha de hacer una confesión ante el amante de la que hubiera podido ser su suegra, de sus intenciones respecto a las visitas a esa casa: «Pero yo veía el asunto desde otro punto de vista, me veía arrastrado ante un extranjero para confesarle que era un amante desgraciado, un hombre rechazado por la madre y por la hija. Mi amor propio herido me precipitó en un auténtico delirio Por casualidad, tenía aquel día en mi bolsillo un frasquito de opio que llevaba conmigo desde hacia algún tiempo (…) Empecé a decir que quería matarme, y a fuerza de decirlo llegué casi a creérmelo yo mismo, a pesar de que en el fondo no tuviese ninguna gana de ello (…) No ha sido la única vez en mi vida que, después de un acto grandioso, me ha fastidiado de repente la solemnidad que habría sido necesaria para mantenerlo, y por puro aburrimiento he deshecho mi propia obra».
Son interesantes también las intervenciones del narrador, que desde el conocimiento de la historia, interviene para valorar los sucesos históricos que median entre la juventud de la autor y la fecha de redacción del texto como en la alusión a esa crisis de la sociedad estamental encarnada en la persona de John Wilde, la referencia a la revolución francesa a través del destino de Madame Johannot o la reflexión acerca de la monarquía parlamentaria inglesa, motivo que siempre abundó en su proyecto constitucionalista: «Inglaterra es por una parte, un país en el que todos los derechos están garantizados y, por otra, las diferencias de rango están muy respetadas, de manera que viajaba casi gratis.» También está presente el politólogo y estadista, casi encubierta en la siguiente apreciación referida a su padre: «Ni él ni yo sabíamos entonces que casi todos los viejos gobiernos son blandos porque son viejos, y todos los nuevos gobiernos duros porque son nuevos», apreciación que coincide con las líneas generales del pensamiento que anima su ensayo sobre la libertad en los antiguos y en los modernos, tesis de la que posteriormente partiría Isaiah Berlin.
Al margen del peso y de la revelancia del autor en la historia de las ideas El cuaderno rojo es un libro fabuloso, lleno de peripecias de alguien que, como nos recuerda el autor, amó tanto la vida que no le dio valor en ningún momento a la posibilidad de perderla. Un magnífico legado literario que como dice Calvino a todos nos hubiera gustado vivir y escribir.

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