jueves, octubre 21, 2010

Almas muertas, Nicolai Gogol

Edición y Traducción: Pedro Piedras Monroy. Akal, Madrid, 2009. 582 pp. 39 €

José Manuel de la Huerga

En una inmensa mayoría de veces, el lector sonámbulo que soy, que exige llevarse a la boca algunas veces lo primero que pilla, repara poco en el apartado del traductor. Esta vez el destino me ha llevado a conocer personalmente a Pedro Piedras, lo que inevitablemente me ha condenado a hacer una lectura muy diferente de estas Almas muertas de Gogol que si el nombre del traductor no significara nada para mí. Sé que esta obra maestra de Gogol le ha llevado buena parte de diez años de su carrera de traductor y que en buena medida ha sido en sí misma aprendizaje en la aspereza del trasvase de mundos y consolidación de un quehacer para el que efectivamente esta más que capacitado. El traductor vive, camina, trabaja, suda y sueña con su obra, incluso cuando no está directamente sobre ella. Podríamos escribir exactamente lo mismo del escritor. Quiero con ello dejar constancia del peso vital que supone el trabajo de la traducción. El traductor obsesivo llega a encontrar paralelismos entre la obra que tiene entre manos y acontecimientos de su propia existencia, tal es el grado de ensimismamiento y terquedad en la empresa. Se refleja tanto en ella, se asoma tanto a ella que acaba pareciéndose tanto como el perro y el dueño. No hace mucho he leído de la labor traductora del poeta Luis Javier Moreno: «Algunos de los mejores poemas que un poeta ha escrito, son (a veces) los poemas que de otros poetas ha traducido.» Me consta que Pedro Piedras no es narrador ni poeta (al menos no de manera pública), pero sé que su amor a la literatura y a su materia prima le obliga a buscar en cada uno de sus trabajos de traducción la excelencia del mejor lenguaje, ese que traicione lo menos posible no sólo al espíritu del texto sino a su carne misma.
Creo que las Almas muertas de Gogol están de enhorabuena en castellano. Desconozco otras traducciones anteriores, seguramente muy meritorias, pero ésta de Piedras es obra de arte por varias razones. Apuntaré algunas. La primera, su excelente introducción. El neófito en literatura eslava y en Gogol que soy, se sintió desde el primer momento acompañado y asesorado sobre el mundo de Gogol y Puskin, sobre la Rusia de la segunda mitad del XIX, sobre el supuesto realismo y paternidad del realismo que son estas Almas muertas para la gran literatura que vendrá después, sobre el mundo interior exigente y torturado del autor, sobre su relación con la censura… y todo expuesto de manera didáctica, sin renunciar en ningún momento a la calidad y a la erudición. La segunda, porque esa voz del narrador, atormentada, hiriente, retorcida, insegura y a un tiempo brillante, divertida y crítica que el traductor anunciaba en su introducción (hablaba de la complejidad de trasvasar al castellano una voz que por momentos se desparrama, que fluye a borbotones, que se demora, que salta y no vuelve, o vuelve mucho más adelante del discurso) está ahí, la he oído. He oído con nitidez asombrosa al Chichikov protagonista subido en su carruaje tirado por tres caballos, por los caminos de la Rusia rural, perdida del mundo, en la antesala del infierno de muchos que no encontraron un segundo de bondad o de dulzura en este valle de lágrimas. Le he visto negociar con los terratenientes de medio pelo la compra de almas de campesinos muertos para un asunto que se trae entre manos el protagonista y que tendrá al lector en vilo hasta las últimas páginas. He oído el poema que dijo el propio autor que era esta obra, más allá de una simple novela. Por eso la emparentamos sin miedo con una Divina Comedia que cuenta almas, que lleva el censo de almas de un lado a otro de los mundos. Y en tercer lugar es una obra imprescindible por completa y rigurosa. Es la primera vez que en castellano se reúne la versión digamos que canónica de Almas muertas con tres apéndices muy ilustrativos. Son las dos versiones inconclusas de intento de segunda parte, más la versión que entregó a la censura del relato final del capitán Kopieikin. Comparar al primer Gogol con el segundo dejará sorprendido a más de un lector. El efecto de la religión y de los guías espirituales hace verdaderos estragos en el universo del creador. Pero Gogol nos había dejado una excelente primera parte que lo emparenta, por la magna obra imposible de completar, inconclusa, con el padre de la narrativa moderna, ni más ni menos que Kafka. La sensación de estar sobrevolando siempre sobre el relato, escrito en hilvanes ya desde la primera descripción del protagonista, de sentirse a un tiempo ahogado por la inmensa labor y a la vez aupado a lo más alto del conocimiento del mundo y de los personajes que habitan ese mundo, trae a Franz Kafka al interlineado de la obra de Gogol.
Ocurre demasiadas veces en la historia de la literatura y del arte en general. Olvidamos autores que no hace mucho tiempo eran capitales en el estudio, en la formación de escritores, en el conocimiento del mundo de hace apenas cien años. Pero consolémonos. Hasta cierto punto puede que así deba ser, no de otra manera redescubriríamos maravillas arrumbadas en el desván de nuestros mayores, y las releeríamos con los nuevos ojos del siglo XXI. Este trabajo es el que nos ha traído a las manos el traductor de Nicolai Gogol al español, Pedro Piedras Monroy.

1 comentario:

Dani dijo...


La traducción de Piedras contiene fallos sorprendentes desde el principio como confundir "baranki" (rosquillas) con limas gruesas (pág. 100), entre otras cosas. Siendo una traducción tan nueva sorprenden los fallos. Además es muy caro. Tampoco merece la pena la de Edaf, de Suazo, en la que se come líneas enteras. Cuidado con lo que se compra.