jueves, marzo 17, 2011

La buena gente del campo, Flannery O´Connor

Trad. Marcelo Covián. Nórdica, Madrid, 2011. 70 pp. 8 €

Marta Sanz

Katherine Anne Porter
, Carson McCullers, Eudora Welty y Flannery O´Connor son algunas de las escritoras que forman parte del nutrido grupo de autores, procedentes del sur de los Estados Unidos, que retrata y reflexiona sobre su tierra a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Las relaciones entre estas mujeres, a las que se les hace emparentar con las figuras colosales de William Faulkner y del “padre fundador” Mark Twain, fueron casi siemprede camaradería y apoyo mutuo. Algunas de ellas se amaron. Sin embargo, Carson McCullers y Flannery O´Connor, representantes del llamado “gótico sureño”, compartían tantas cosas que no les quedó más opción que la de profesarse una antipatía inmensa. Las dos fueron mujeres valientes y sensibles que hubieron de luchar contra su mala salud: Flannery O´Connor padece un lupus que la debilita y la obliga caminar con muletas; en cuanto a McCullers, su historial clínico da miedo: ictus y ataques cardiacos, cáncer de mama… Las dos escriben sobre un lugar enfermo en medio de un mundo enfermo habitado por personajes enfermos. Y lo hacen desde una perspectiva inevitablemente enferma. Establecen un vínculo de amor-odio con su paisaje, con sus orígenes, con una identidad en la que pesan los códigos genéticos y los mimbres de la Historia con mayúscula. La capacidad de mirar corrosivamente y la compasión, el apego y el desapego, se entrelazan en narraciones que a menudo parten de una raíz autobiográfica. La inclemencia para con uno mismo marca la mirada piadosa que se proyecta hacia los demás. O al revés: buscando la propia salvación, todo lo que nos rodea se ensucia. El desacuerdo con el contexto en y contra el que uno se construye, la fusión y la fisión del individuo con su comunidad, y la sensación de labilidad moral empapan las obras de McCullers y de O´Connor, aunque la primera mire y hable desde el agnosticismo y la segunda lo haga desde una ideología católica que esgrime frente al corrompido discurso hegemónico del protestantismo. No por casualidad los predicadores y los vendedores de Biblias, como metáforas de la corrupción, la depravación o de la falsa inocencia, transitan por las páginas de Flannery O´Connor.
En La buena gente del campo, Hulga, una doctora en filosofía con una pierna artificial, convive con su madre y los arrendatarios de ésta en una granja del sur. Hulga podría parecer un elefante en una cacharrería: igual que la propia Flannery O´Connor en Andalusia, la granja donde crió pavos hasta su muerte. Hulga —que se ha cambiado el nombre que le puso su madre— escucha conversaciones basadas en el lapidario saber de las frases hechas, en la ética del trabajo duro y en cierto temor de Dios. Las mujeres de este mundo rural saben que son mucho más listas que sus hombres; sin embargo, se casan, se preñan a los quince años, trabajan como bestias y asumen como tema de conversación las veces que una embarazada vomita cada día. Hulga es una mujer desarraigada y extranjeraen el entorno que la ha visto nacer. También es una mujer enferma que morirá pronto.
La visión de Flannery O´Connor está marcada, además de por su vivencia de la enfermedad, por su condición de mujer —pese a que tanto ella como McCullers optaron por rebautizarse con nombres masculinos—. También por sus creencias religiosas. Este cuento se articula sobre dos contrastes decisivos en el imaginario religioso: bondad frente a maldad, y conocimiento frente a ignorancia. Los personajes y la trama de La buena gente del campo sugieren todo tipo de combinaciones y asociaciones entre los conceptos —bondad e ignorancia, sabiduría y bondad, etc. …— que se presentan sin autoritarismo. Pese al trazo grueso con el que O´Connor, a través de la mirada de Hulga, describe a la gente del campo, al final, la mirada hipercrítica y disconforme se transforma en necesidad de reconocer lo familiar: cuando Hulga toma conciencia de que el vendedor de Biblias no es “buena gente del campo” mide la verdadera dimensión de su vulnerabilidad y extraña lo que aparentemente la ahoga. Como si Flannery O´Connor pusiera de manifiesto sus contradicciones a través de Hulga y supiera que ser más sabia no la hace ser más fuerte. Como si no estuviese segura de en qué consiste la sabiduría y hubiera decidido que el ángulo de superioridad que adopta para retratar a los demás sólo puede legitimarse desde la toma de conciencia respecto a las propias limitaciones. Sólo así el relato podrá ser literariamente verosímil y moralmente equilibrado.
Flannery O´Connor relaja los preceptos religiosos que la inspiran a través del modelo de lectura que propone. No es una escritora imperativa o pacata. Hulga se quita su pierna ortopédica porque el vendedor de Biblias quiere ver la juntura entre la madera y la carne. La sexualidad genera miedo, es hostil, nos deja indefensos —indefensas— frente al enemigo. Flannery O´Connor, una excelentísima cuentista, expresa esa turbiedad con la línea de un relato que llega al lector con sencillez, pero que le deja una sensación de vacío y malestar en la boca del estómago.

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