lunes, enero 16, 2012

Tristessa, Jack Kerouac

Trad. Daniel Ortiz Peñate. Ediciones Escalera, Madrid, 2011. 110 pp. 16 €

Miguel Baquero

Poemas al borde mismo de la depravación, eso es Tristessa, una novela donde Jack Kerouac lleva, podría decirse, hasta sus últimas consecuencias la “escritura automática” que desarrollo, sobre la base, en gran medida, de las improvisaciones jazzísticas que tanto admiraba. Aunque publicada por primera vez en su país en 1960, Tristessa fue escrita en 1956, antes de que la publicación de En el camino, un año después, diera al autor fama mundial. Por aquella época, Kerouac ya había recorrido Estados Unidos en compañía del inolvidable Cassady, viaje que dio argumento a En el camino, ya había habitado en la San Francisco disoluta y salvaje de Los subterráneos y acababa de descubrir la filosofía zen saltando de tren en tren, oculto en el Silbador Nocturno a lo largo de California, base de su tercera gran novela, Los vagabundos del Dharma
El hombre que llega a México D.F. en 1956 es un tipo cansado, que busca un alto en el camino para poner orden en los escritos, en las experiencias, en la filosofía y en la vaga sabiduría que ha ido acumulando durante todos esos años. Para ello se instala en una azotea de la capital mexicana, un lugar que ya había visitado de pasada en anteriores ocasiones y donde sigue instalado Bull, un viejo colega de él y de Burroughs que muchas veces ha hecho de camello de este en sus escapadas al otro lado de la frontera. En esa azotea sobre los deslavazados tejados de una de las zonas más pobres del De-efe, donde Kerouac se ha instalado para tratar de ultimar sus tres grandes novelas, o acaso sólo porque ahí le han llevado las confusas circunstancias, Kerouac coincide con El Indio, con una mujer llamada Cruz, y sobre todo con Tristessa, una joven mexicana. Los tres son adictos a la morfina, adictos hasta la desesperación, hasta la extenuación; adictos hasta consumirse a sí mismos.
En su compañía permanece Kerouac durante un tiempo, compartiendo sus vicios y miserias, inyectándose él también cuando le ofrecen… y expresando, que es sin duda lo más importante, todo aquel mundo sórdido, pero al mismo tiempo trascendente por su cercanía casi inmediata con el hecho de la muerte (en cualquier momento, por alguna mala dosis, por una rencilla con los proveedores, simplemente por un mal paso con la pasma) mediante esa técnica de escritura espontánea y sincopada, libre y desprejuiciada, que consigue en algunos momentos poner la lector la carne de gallina por su sinceridad, por su verdad, por su entrega… Especialmente impresionante es la segunda parte del libro, cuando Kerouac, un año después, vuelve a la misma azotea en busca de Tristessa, de la que definitivamente siente que se ha enamorado, pero no, desde luego, con un amor convencional, sino con un amor de intensidad desesperada. En esta parte, como digo, en que al fin la encuentra, en que en su compañía recorre las más turbias y sucias calles de la ciudad, en que se emborracha hasta el máximo de la vileza, hasta la inmundicia, hasta quedar derrumbado en las calles y que los viandantes le pasen por encima, los desconocidos le roben impunemente, los drogadictos le ignoren… En esta parte en que la suciedad y la degradación se extienden por las páginas, es cuando con mayor nitidez descubrimos, al fondo del todo, un corazón humano, un ser vivo e igual a nosotros como pocas veces se nos ha mostrado en una novela, una onza de oro, un corazón pensante sumergido en el cieno…
Una novela, en fin, Tristessa, que da testimonio de la auténtica altura que llegó a alcanzar un escritor auténtico dispuesto a plantearse las más turbias preguntas y llegar hasta las últimas consecuencias.

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