jueves, febrero 26, 2015

Cuaderno de brotes, Vicente Gallego

Pre-Textos, Valencia, 2014. 74 pp. 12 €

José Miguel López-Astilleros

Vicente Gallego (Valencia 1963) ha publicado libros que han merecido el aplauso de la crítica como Santa Deriva, Cantares de ciego o Si temierais morir, entre otros muchos. Ha recibido numerosos premios, entre los que destaca, dos veces el Loewe de poesía. También ha hecho incursiones en la narrativa con títulos como Cuentos de un escritor sin éxito o El espíritu vacío. Y en el ensayo con obras como Vivir el cuerpo de la realidad (2014), que tanto tiene que ver con Cuaderno de brotes. También en 2014 se le otorgó el Premio Emilio Alarcos con el poemario Saber de grillos.
Cuaderno de brotes es un libro de poemas en prosa, que se enmarca en una búsqueda personal de espiritualidad emprendida hace ya unos años, durante la cual dio con los textos de Sri Nisargadatta Maharaj, entre otros muchos. En un poema titulado “La pregunta”, perteneciente al libro La plata de los días (1996), que comienza «En la noche avanzada y repetida,/ mientras vuelvo bebido y solitario/ de la fiesta del mundo, con los ojos muy tristes…» el poeta se pregunta al final del poema «…durante cuánto tiempo cumpliré mi condena/ de buscar en los cuerpos y la noche/ todo eso que sé/ que no esconden la noche ni los cuerpos.» Lejos quedan aquellos tiempos, aquella búsqueda hoy se ha tornado espiritual, y parece que ha comenzado a dar sus frutos, este libro es un ejemplo de ello.
Según avanzamos en la lectura de la obra, nos da la impresión de que el poeta va dando cuenta de la interpretación poética de sus experiencias cotidianas y recientes, como si tras un paseo por el monte el leguaje se congregara en su voz y profundizara en lo elemental de lo vivido. La presencia de la naturaleza es constante a lo largo de todo el libro, es celebración y gozo, sea encarnada en la luz del sol, un atardecer marino o un cielo estrellado, incluso al margen del lenguaje, frente a la cual a menudo este se muestra insuficiente. Esta naturaleza participa de la concepción advaíta e incluso de la mística cristiana, en las cuales todo forma parte del uno, como “En el río” donde en lo mínimo se condensa la totalidad: «Meto un brazo hasta el codo en estas aguas. Palpo su frescura. Todo junto se adentra en ellas en mi mano. Hundidos en mi puño, el sol, las cumbres, los milenios.», de modo que se hace efectiva la unión entre el poeta que percibe el mundo y lo percibido. Por otra parte también puede advertirse un cierto franciscanismo en el deseo de fusión con los seres vivos, se siente solidario con ellos, tanto que en “Romero en las laderas” lo llama «romero hermano». No hay más propósito en la naturaleza que la humilde existencia en sí misma, como puede apreciarse en “Alcachofas en flor”, «Vuestra flor se abre para nadie, para nada…» Ante la vida como ante la naturaleza tiene una actitud de asombro, así en “La tormenta en el monte” dicho fenómeno meteorológico le sirve para cantar la grandeza y la magnificencia de su misterio, ante la cual el poeta se siente parte de lo permanente, «Al amparo de la roca, bajo la gran cornisa bautismal por donde escurre la riada bermeja del arrastre, me acurruco y me fundo con la piedra, con el cuerpo milenario del asombro.» La naturaleza, de este modo, niega el vacío con su presencia corpórea, pura existencia, puro existir, puro ser sin más.
La razón de la existencia está en la propia inmanencia del existir de cada ser vivo u objeto, aunque vivir es también percibir e interpretar el mundo por medio del lenguaje, que aporta una corporeidad suplementaria a la realidad, revelando la carnalidad plena del ser, que no trascenderla. Si en “Tierra firme” Vicente Gallego nos sitúa frente la probable inexistencia del futuro, en otras ocasiones intuye que el tiempo está constituido por silencios, vistos como algo terrible que amenaza al hijo, así en “Jugando al escondite”, mientras que en “Proximidad” al acariciar a su hijo se siente partícipe de lo eterno y se rebela contra el tiempo «…siento el limpio borbotón de la sangre niña, y estoy chapoteando en la eterna claridad mientras mi padre me acaricia y muere el tiempo.» En todo el libro late un canto a la felicidad de lo humilde, de lo sencillo, de lo íntimo y cercano, pero en todo ello también está presente la conciencia de la muerte (“Primavera en el patio”), además en “Muerte de un pájaro” esta es asumida de un modo natural como un estadio de la vida, sin dramatismo. También hay lugar para la melancolía ante la contemplación de unas jóvenes, ante las que se siente caduco (“Muchachas transeúntes).
Respecto al lenguaje hemos de señalar la absoluta adaptación de la forma al fondo, de la palabra, la sintaxis y la retórica al contenido. Es sencillo para dar entrada a la realidad de lo cotidiano, de su familia, de su entorno afectivo y de cuanto lo rodea; y tiene reminiscencias, en su tratamiento, de la mística cristiana y la poesía oriental. En unos cuantos textos reflexiona sobre el mismo, así por ejemplo llega a decir «No se hace poesía con el pensamiento, se hace con palabras sueltas…» (“El habla de los pájaros”) o «…me voy precipitando con el texto hacia lo hondo…» (“La línea en llamas”), como ya le sucediera a Juan Ramón Jiménez en sus dos últimas etapas.
Cuaderno de brotes es un libro hermoso, en el que a través de la desnudez de la expresión se indaga en las profundidades y misterios de la existencia, reducida ahora a lo elemental, hasta vislumbrar la ansiada verdad en toda su belleza.

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