lunes, septiembre 19, 2016

Entre zarzas y asfalto (Diario inverso), Alejandro López Andrada


Córdoba, Berenice, 2016. 184 pp. 17,95 €

Pedro M. Domene

Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957) nos tiene acostumbrados a unas arriesgadas propuestas narrativas que nos obligan a realizar un reflexivo recorrido por un universo tan personal como de emocionada inspiración. Su mirada se detiene y dibuja con la palabra un mágico itinerario que extiende por su tierra chica y los rincones de una Córdoba califal y cosmopolita. Para la última propuesta, Entre zarzas y asfalto (2016), el autor realiza un viaje interior que rememora físicamente una dolorida pero no menos feliz infancia y adolescencia, y recrea los paisajes vividos desde sus orígenes, y mientras escribe vuelve al pasado, regresa cuarenta años atrás, pasea por su pueblo y por sus calles, y frecuenta escenas y sensaciones que vivió en un lejano tiempo. El viaje, de hecho, finaliza en el último texto, cuando deja el campo y regresa a la ciudad. Se entiende así el subtítulo dado de “diario inverso”, porque el libro está escrito a la vuelta de todo un largo trayecto, y desde la perspectiva de la madurez presente vuelve a la infancia de un pasado lejano. Abunda lo autobiográfico, y marca el recuerdo de aquello que fue y con el tiempo ha desaparecido, una temática característica y constante en el resto la obra del cordobés, y mientras observa, pasea y se detiene en minúsculos detalles, surge esa eterna pregunta repetida y tópica ¿Quiénes somos? o ¿Hacia dónde vamos? Y así, buena parte de las imágenes de la infancia se convierten en ese elemento que vertebra estos textos breves, de aparente sencillez y extremada fuerza lírica, motivo que aparece de manera constante en todo el libro: «Voy por la calle en que creció mi infancia» (p. 80); «las piedras del camino de la infancia van penetrando en mi alma y se hacen luz» (p. 113); y por añadidura el entorno vivido, el paisaje recreado, las imágenes de espacios abiertos y el campo, tan representativo de aquellos primeros años de vida que parecen agolparse en sus recuerdos, en suma el concepto de la naturaleza, tan intrínseco y valorado en el cordobés, y por añadidura la familia —padre, madre, abuelo— sobre todo, el padre fallecido sobre quien vuelve una y otra vez en su síntesis de una lejana infancia.
La ciudad de Córdoba está muy presente en este libro, «El cielo en la Mezquita es un violín», pero pese a continuas vivencias en calles y plazas geográficamente localizadas en la ciudad califal, aun insiste y desde esta hermosa urbe recuerda con un acusado tono de nostalgia su visión humanista del campo y los abundantes episodios familiares, mientras vagabundea «(…) por la ciudad como una sombra artrítica y romántica. Circundan mi silencio las farolas».
La estructura del libro muestra tres partes diferenciadas: “Invierno”, “Otoño” y “Verano”, que el poeta va desarrollando como un auténtico proyecto de madurez, tras una dilatada experiencia personal y literaria que analiza lo presente y lo ausente, y donde la primavera, esa estación de luces y colores, queda alejada voluntariamente en el tiempo, tal vez porque el desconsuelo que provoca el dolor de buena parte de una existencia se torna en esperanza de futuro puesto que en la vida misma palpita ese sentimiento universal que caracteriza la prosa lírica del escritor López Andrada.
Los textos que, cuando llegamos al final, quedan hilvanados en toda una visión de conjunto, muestran ese paso del tiempo, del pasado y del presente, y aunque la visión del narrador se vislumbra melancólica, resulta una lectura serena, y, como en la mejor tradición lírica, para el poeta, en este caso, existe el gozo de vivir de cada día, tanto lo anodino como lo cotidiano, lo desolador y lo gozoso.

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